miércoles, 4 de febrero de 2009

cUatro

Cordura. Uno puede pasarse la vida diciéndose que la vida es lógica, prosaica y cuerda. Sobre todo, cuer­da. Y creo que así es. He tenido mucho tiempo para pensar en ello. Y siempre vuelve a mi memo­ria la declaración de la señora Underwood antes de morir: «Así, se entiende que cuando aumenta­mos el número de variables, los axiomas en sí no sufren cambios.»

Estoy realmente convencido de ello.

Pienso, luego existo. Tengo vello en la cara, luego me afeito. Mi esposa y mi hijo se encuentran en estado crítico tras un accidente de coche, luego rezo. Todo es lógico, todo es cuerdo. Vivimos en el mejor de los mundos posibles, de modo que ponme un cigarrillo en la izquierda, una cerveza en la derecha, sintoniza Starsky y Hutch y escucha esa nota suave y armoniosa que es el universo dan­do vueltas tranquilamente en su giroscopio celes­tial. Lógica y cordura. Como la coca-cola, la vida es así.

Sin embargo, como tan bien saben la Warner Brothers, John D. MacDonaId y la Long Island Dragway, existe un Mr. Hyde para cada feliz ros­tro de doctor Jekyll, una cara oscura al otro lado del espejo. El cerebro tras esa cara nunca ha oído hablar de hojas de afeitar, plegarias o la lógica del universo. Vuelves de lado ese espejo y ves tu ros­tro reflejado con una siniestra mueca, medio loca, medio cuerda. Los astrónomos denominan a la lí­nea entre la luz y la oscuridad «el terminador».

El otro lado del espejo demuestra que el uni­verso tiene la lógica de un chiquillo vestido de va­quero en la noche de Halloween, con las tripas y la bolsa de caramelos esparcidas a lo largo de un ki­lómetro de la Interestatal 95. Es la lógica del na­palm, la paranoia, las bombas en la maleta de esos árabes felices, el carcinoma fortuito. Esta lógica se devora a sí misma e indica que la vida es un mono sobre un palo, que gira histérica y errática como esa moneda que se lanza al aire para decidir quién paga el almuerzo.

Nadie mira ese otro lado a menos que sea pre­ciso, y lo entiendo perfectamente. Uno lo mira si un borracho sube a su coche en plena autopista, pone el vehículo a ciento sesenta y empieza a bal­bucear que su mujer le ha abandonado; uno lo mira si un tipo decide cruzar Indiana disparando contra los chicos que van en bicicleta; uno lo mira si su hermana dice «bajo un momento a la tienda y vuelvo», y la mata una bala perdida en un asalto. Uno lo mira cuando oye hablar a su padre de cor­tar la nariz a mamá.

Es una ruleta, y quien afirme que el juego está manipulado no hace más que lamentarse. No importa cuántos números haya, el principio de esa bolita blanca no sufre cambios. No digáis que es absurdo; es todo muy lógico y cuerdo.

Y esa naturaleza extraña no sólo se halla en el exterior, sino también dentro de uno, en este mis­mo instante, creciendo en la oscuridad como un puñado de setas mágicas. Llámala la «Cosa del Só­tano» o el «Zorro de las Melodías Animadas». Yo lo concibo como mi dinosaurio privado, enorme, viscoso y lerdo, que recorre a trompicones los he­diondos pantanos de mi subconsciente sin encon­trar nunca un hoyo de brea lo bastante grande para caber en él.

Pero ése soy yo, y había empezado a hablaros de esos brillantes alumnos de la escuela que, meta­fóricamente hablando, bajaron a la tienda para comprar leche y terminaron en medio de un robo a mano armada. Soy un caso documentado, carna­za de rutina para las rotativas de los periódicos. Me han concedido cincuenta segundos en el noti­ciario de más audiencia y una columna y media en el Time. Y aquí me encuentro, ante vosotros (me­tafóricamente hablando, otra vez), y os aseguro que estoy totalmente cuerdo. Es cierto que me fal­ta algún tornillo ahí arriba, pero todo lo demás funciona perfectamente, muchas gracias.

Así pues, ellos. ¿Qué entendéis por «ellos»? Hemos de estudiar ese punto, ¿no os parece?

«¿Tiene usted un pase de administración, se­ñor Decker?», me preguntó ella.

«Sí», respondí, y saqué la pistola del cinto.

Ni siquiera sabía con certeza si estaba cargada hasta que sonó el disparo. Le di en la cabeza. La señora Underwood no llegó a enterarse de qué le había sucedido, estoy seguro. Cayó de lado sobre el escritorio y luego rodó hasta el suelo. Y aquella expresión expectante jamás se borró de su rostro.

Yo soy el cuerdo, soy el crupier, el tipo que lanza la bola en dirección contraria al giro de la rueda. ¿Y el individuo que apuesta su dinero a pa­res o nones? ¿Y la chica que se juega los cuartos a negro o rojo...? ¿Qué hay de ellos?

No existe medida de tiempo que exprese la esencia de nuestra vida, que mida el tiempo entre la explosión del plomo en el orificio del cañón y el impacto en la carne, entre el impacto y la oscuri­dad. Sólo hay una inútil repetición instantánea que no demuestra nada nuevo.

Disparé, ella cayó, y se produjo un silencio in­descriptible, un lapso infinito, y todos retrocedi­mos un paso, contemplando cómo la bola daba vueltas y vueltas, saltando, vacilando, relampa­gueando un instante y siguiendo su marcha, cara o cruz, rojo o negro, pares o nones.

Creo que ese momento terminó. De veras lo creo. No obstante a veces, en la oscuridad, pienso que ese espantoso momento fortuito y casual to­davía dura, que la rueda aún gira, y que todo lo de­más ha sido un sueño.

¿Cómo debe ser la caída desde lo alto de un precipicio para el suicida? Creo que debe de expe­rimentar una sensación de cordura. Probablemen­te por eso gritan hasta el instante de estrellarse contra el fondo.

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