En fin, a patadas, golpes y empujones me llevaron a las celdas, y allí me pusieron junto a diez o doce plenios, muchos de ellos borrachos. Entre ellos había vecos uchasños, como animales, uno con toda la nariz comida y la rota abierta como un gran agujero negro; uno que estaba apoyado contra la puerta, roncando ruidosamente, mientras de la rota le salía sin parar una especie de hilo baboso, y uno que tenía los pantalones todos sucios de cala. Había dos que me parecieron maricas, y en seguida se interesaron en mí, y uno me saltó encima, y tuvimos una dratsa muy desagradable, y el vono que despedía, como de gas y perfume barato, me enfermó otra vez, sólo que ahora tenía la barriga vacía, oh hermanos míos. Entonces el otro marica quiso echarme los brazos, y hubo una ruidosa pelea entre los dos, porque ambos me buscaban el ploto. El chumchum llamó la atención de un par de militsos que vinieron y golpearon a los dos con las cachiporras, y así se callaron y se quedaron con los ojos perdidos, y el viejo crobo goteaba pim pim pim por el litso de uno de ellos. En la celda había camastros, pero estaban todos ocupados. Trepé al más alto de una hilera que tenía cuatro, y allí encontré un veco starrio y borracho que roncaba, probablemente tirado allá arriba por los militsos. Bueno, lo bajé otra vez, no era muy pesado, y cayó sobre un cheloveco gordo y borracho tirado en el suelo, y los dos despertaron y empezaron una escena patética de crichadas y puñetazos. Hermanos míos, me tendí sobre la cama vonosa, y me hundí en un sueño muy fatigado, agotado y doloroso. Pero no fue un verdadero sueño, era como meterse en otro mundo mejor. Y en ese mundo mejor, oh hermanos míos, yo estaba en un campo de flores y árboles, y se veía un macho cabrío con litso de hombre y tocaba una especie de flauta. Y entonces pareció que salía el sol, el propio Ludwig van, con el litso rugiente, la corbata suelta y el boloso desordenado y áspero, y entonces oí la Novena, último movimiento, con los slovos un poco cambiados, como si ellos mismos supieran que debían ser distintos, ya que se trataba de un sueño:
Muchacho, rugiente tiburón del paraíso
azote del Elíseo,
corazones de fuego, transportados, extáticos,
te tolchocaremos en la rota y patearemos
el culo grasño y vonoso...
Pero la melodía estaba bien, como lo supe cuando me despertaron dos o diez minutos o veinte horas o días o años después, pues me habían quitado el reloj. Ahí estaba un militso, como a kilómetros y kilómetros más abajo, y me pinchaba con un garrote que tenía un clavo en el extremo, al tiempo que decía: -Despierta, hijo. Despierta, hermosura. Arriba que te espera un lindo problema.
-¿Por qué? ¿Dónde? ¿Qué pasa? -atiné a decir. Y la música de la Oda a la Alegría, en la Novena, se oía a lo lejos y adentro, y era hermosa, verdaderamente joroschó. El militso dijo:
-Ven abajo y descúbrelo tú mismo. Te esperan unas hermosas novedades, hijo mío. -Bajé como pude, muy rígido y dolorido, y en realidad no despierto del todo, y el militso, que olía de veras a queso y cebollas, me empujó fuera de la sucia celda de los ronquidos, y caminamos por varios corredores, y ni un momento la vieja melodía, Alegría, Fuego Glorioso del Cielo, dejó de resonar en mi interior. Así llegamos a una especie de cantora muy ordenada con máquinas de escribir y flores en las mesas, y en la que parecía más grande estaba el jefe de los militsos, con expresión muy seria, un glaso muy frío clavado en mi litso adormilado.
-Bien, bien, bien -dije-. Qué tal, brato. ¿Qué pasa en esta hermosa mitad de la naito? El veco replicó: -Te doy exactamente diez segundos para que se te vaya de la cara esa sonrisa estúpida. Y luego me escucharás.
-Bien, ¿qué pasa? -pregunté, smecando-. ¿No están satisfechos después que casi me mataron a golpes, me escupieron, me obligaron a confesar delitos durante horas y horas, y me encerraron con unos pervertidos besuños y vonosos en esa grasña celda? Vamos, brachno, ¿tiene una nueva tortura para mí? -Será tu propia tortura -dijo con aire serio-. Quiera Dios que te torture hasta volverte loco.
Y ahí comprendí, antes que me lo dijeran. La vieja ptitsa de los cotos y las cotas había pasado a mejor vida en uno de los hospitales de la ciudad. Parece que se me había ido un poco la mano. Bien, bien, eso era todo. Pensé en los cotos y las cotas que pedían moloco, y ya nadie les hacía caso, ya no por lo menos la forella starria. Eso era todo. La había hecho buena. Y yo apenas tenía quince años.
Muchacho, rugiente tiburón del paraíso
azote del Elíseo,
corazones de fuego, transportados, extáticos,
te tolchocaremos en la rota y patearemos
el culo grasño y vonoso...
Pero la melodía estaba bien, como lo supe cuando me despertaron dos o diez minutos o veinte horas o días o años después, pues me habían quitado el reloj. Ahí estaba un militso, como a kilómetros y kilómetros más abajo, y me pinchaba con un garrote que tenía un clavo en el extremo, al tiempo que decía: -Despierta, hijo. Despierta, hermosura. Arriba que te espera un lindo problema.
-¿Por qué? ¿Dónde? ¿Qué pasa? -atiné a decir. Y la música de la Oda a la Alegría, en la Novena, se oía a lo lejos y adentro, y era hermosa, verdaderamente joroschó. El militso dijo:
-Ven abajo y descúbrelo tú mismo. Te esperan unas hermosas novedades, hijo mío. -Bajé como pude, muy rígido y dolorido, y en realidad no despierto del todo, y el militso, que olía de veras a queso y cebollas, me empujó fuera de la sucia celda de los ronquidos, y caminamos por varios corredores, y ni un momento la vieja melodía, Alegría, Fuego Glorioso del Cielo, dejó de resonar en mi interior. Así llegamos a una especie de cantora muy ordenada con máquinas de escribir y flores en las mesas, y en la que parecía más grande estaba el jefe de los militsos, con expresión muy seria, un glaso muy frío clavado en mi litso adormilado.
-Bien, bien, bien -dije-. Qué tal, brato. ¿Qué pasa en esta hermosa mitad de la naito? El veco replicó: -Te doy exactamente diez segundos para que se te vaya de la cara esa sonrisa estúpida. Y luego me escucharás.
-Bien, ¿qué pasa? -pregunté, smecando-. ¿No están satisfechos después que casi me mataron a golpes, me escupieron, me obligaron a confesar delitos durante horas y horas, y me encerraron con unos pervertidos besuños y vonosos en esa grasña celda? Vamos, brachno, ¿tiene una nueva tortura para mí? -Será tu propia tortura -dijo con aire serio-. Quiera Dios que te torture hasta volverte loco.
Y ahí comprendí, antes que me lo dijeran. La vieja ptitsa de los cotos y las cotas había pasado a mejor vida en uno de los hospitales de la ciudad. Parece que se me había ido un poco la mano. Bien, bien, eso era todo. Pensé en los cotos y las cotas que pedían moloco, y ya nadie les hacía caso, ya no por lo menos la forella starria. Eso era todo. La había hecho buena. Y yo apenas tenía quince años.
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