A la gente le da miedo mezclarse con la circulación de las autopistas de Los Angeles. Esto es lo primero que oigo cuando vuelvo a la ciudad. Blair me recoge en la terminal y murmura eso mientras su coche sale del aparcamiento. Dice: 'A la gente le da miedo mezclarse con la circulación de las autopistas de Los Angeles.' Aunque la frase no debiera haberme inquietado, se me queda grabada en la mente durante bastante tiempo. No parece que importe nada más. Ni el hecho de que yo tenga dieciocho años y sea diciembre y el vuelo haya sido duro y la pareja de Santa Barbara, que estaba sentada frente a mí en primera clase, se emborrachase a conciencia. Tampoco el barro que me había salpicado las perneras de los vaqueros, que notaba como frescos y sueltos a primera hora de ese día en un aeropuerto de New Hampshire. Tampoco la mancha en la manga de la camisa arrugada y sudada que llevo, que aparecía nueva y limpia esta mañana. Ni el roto en el cuello de mi chaqueta de tela escocesa gris, que parece bastante más propia del Este que antes, en especial comparada con los ajustados vaqueros de Blair y su camisa azul pálido. Todo esto parece irrelevante al lado de esta frase. Parece más fácil oír que a la gente le da miedo mezclarse que: 'Estoy completamente segura de que Muriel es anoréxica', o escuchar al cantante de la radio que grita en las ondas magnéticas. Nada parece importarme excepto esa docena de palabras. Ni el viento cálido, que parece empujar al coche por la desierta autopista de asfalto, ni el leve olor a marihuana que todavía impregna el coche de Blair. Todo lo cual lleva a que soy un chico que vuelve a pasar un mes en casa y se encuentra con alguien a quien lleva cuatro meses sin ver, y que a la gente le da miedo mezclarse.
martes, 17 de febrero de 2009
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