jueves, 12 de marzo de 2009

cUarenta

Los cuentos de hadas podían convertirse en realidad, al menos para nosotros. La reina malvada había salido de nuestras vidas, y Blancanieves reinaría un día. No sería ésta quien comiese la roja manzana envenenada. Pero en todos los cuentos de hadas había que matar un dragón, vencer a una bruja o derribar algún obstáculo que dificultaba las cosas. Yo procuraba ver el futuro e imaginar quién sería el dragón y cuáles serían los obstáculos. Siempre había sabido quién era la bruja. Y, lo más triste, es que era yo misma.

Me levanté y salí a la galería superior para contemplar la luna. Vi a Chris de pie junto a la baranda, mirando también la luna. Por sus hombros encorvados, cuando siempre los llevaba erguidos, comprendí que estaba sangrando por dentro, lo mismo que yo. Avancé de puntillas para sorprenderle. Pero él se volvió, al acercarme yo, y abrió los brazos. Sin pensarlo, me eché en ellos y rodeé su cuello con los míos. Chris llevaba la bata de abrigo que le había regalado mamá la Navidad pasada, aunque le estaba muy estrecha. Encontraría otra, regalada por mí, cuando mirase debajo del árbol en la mañana del día de Navidad; con sus iniciales, CFS, porque ya no quería que le llamasen Foxworth, sino Sheffield.

Sus ojos azules se fijaron en los míos. Los dos los teníamos iguales. Yo le amaba a él como amaba a la mejor parte de mí misma, la parte más brillante y más feliz.

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