miércoles, 25 de marzo de 2009

CIncuenta y tRes

Llegó un día irreal, nebuloso, en el que los cuatro estuvimos todo el tiempo echados, y la única vida en todo el cuarto estaba en la pequeña caja del rincón. Aturdida y fatigada, volví la cabeza, sin ninguna razón para ello, a Chris y a Cory, y estuve así, echada, sin apenas sentir nada, mirando a Chris que sacaba su navaja y se cortaba la muñeca. Acercó la muñeca ensangrentada a la boca de Cory, y le hizo beber su sangre, por mucho que Cory protestaba.

Y los dos, que no querían comer nada que fuese demasiado grueso, o aterronado, o granuloso, o demasiado duro, o fibroso, o, simplemente, que «pareciera raro», bebieron ahora la sangre de su hermano, mirándolo con ojos embotados, muy abiertos, aceptadores.

Yo aparté la cabeza de aquel espectáculo, asqueada por lo que tenía que hacer Chris, y llena de admiración porque era capaz de hacerlo. Siempre estaba a la altura de cualquier problema difícil.

Chris se acercó a mi lado de la cama y se sentó en el borde, mirándome durante un momento muy largo, luego bajó los ojos, mirando la herida en su muñeca, que ya no sangraba tanto. Levantó la navaja y se dispuso a hacerse una segunda herida, para que también yo pudiera nutrirme con su sangre, pero le detuve, y, apoderándome de la navaja, la tiré lo más lejos posible. Fue corriendo a cogerla y la limpió de nuevo con alcohol, a pesar de mi promesa de no beber su sangre, privándole así de más fuerza.

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